El libro empezaba a mojarse por sus lagrimas. La tinta de la primera frase se corría conforme la gota resbalaba por la página.
Sonó el timbre.
Abrió la puerta y allí estaba. Ni siquiera le dio tiempo a articular palabra cuando ya la estaba abrazando. A tientas cerró la puerta.
La llenó de besos, la besó en la frente, en las mejillas...en sus mojados labios, en su cuello, detrás de la oreja en la cabeza.
Besos salados.
Se apartó un instante, la miró a los ojos.
Abrió la puerta y se marchó.
Ella se miró al espejo y siguió llorando.
Había descubierto hasta que punto la quería.
"Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que el. El escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio". El juego del Ángel. Carlos Ruiz Zafón
lunes, 15 de octubre de 2012
Amor
Laila
se sentía desaborida. Con los años la comida había dejado de tener sabor en su
boca. La música había perdido el sonido en sus oídos. Las flores habían dejado
de tener olor para su nariz. Los colores habían perdido brillo en sus ojos. La
vida había dejado de tener sentido aunque tuviera de casi todo para saciarla.
La comida era ceniza, la música ruido, el perfume peste y su mundo gris.
Un día
delante de un escaparate alguien le hizo lucir una perdido sonrisa. Lo cogió
entre sus brazos y lo acarició mientras éste, ronroneante, le restregaba su
carita gatuna. Y no lo soltó desde entonces. Él le dio color a su vida, olor a
las flores de su jardín, una banda sonora para lo que le quedaba de existencia
y un sabor a cada momento de su vida.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)