Laila
se sentía desaborida. Con los años la comida había dejado de tener sabor en su
boca. La música había perdido el sonido en sus oídos. Las flores habían dejado
de tener olor para su nariz. Los colores habían perdido brillo en sus ojos. La
vida había dejado de tener sentido aunque tuviera de casi todo para saciarla.
La comida era ceniza, la música ruido, el perfume peste y su mundo gris.
Un día
delante de un escaparate alguien le hizo lucir una perdido sonrisa. Lo cogió
entre sus brazos y lo acarició mientras éste, ronroneante, le restregaba su
carita gatuna. Y no lo soltó desde entonces. Él le dio color a su vida, olor a
las flores de su jardín, una banda sonora para lo que le quedaba de existencia
y un sabor a cada momento de su vida.